miércoles, 8 de abril de 2009

¿Parece ésta la casa de un hombre casado?

Si en Shanghai te haces una herida y vas al hospital, lo último que te dice el médico, después de aplicarte la correspondiente cura, es: "evite el contacto del agua en la herida". ¿El agua?, te preguntas tú... Pues sí, el líquido que sale del grifo. Con el que te duchas todas las mañanas. Aquello en lo que hierves la pasta. Eso que está prohibido tomar de noche y la bebida que rechaza Marcus Brody nada más llegar a Iskenderum. "¿Agua? No, gracias. Los peces hacen el amor el agua". Gran frase, Marcus.
Aquí parece que el agua es más peligrosa todavía que la contaminación del aire. Hay muchos chinos -y no chinos- que van con máscara cuando salen a la calle, por eso del cáncer de pulmón, pero ¿cómo te vas a proteger del agua? ¿Dejas de ducharte? ¿Empiezas a comprar piscinas de agua mineral? Un gran académico inglés que estuvo en China hace tres años y que hace historia en las noches de Madrid puede acreditar que lo que digo es cierto: lo que sale aquí del grifo es pura mierda.
Voy a esto porque últimamente ando con la mosca detrás de la oreja sobre si la ropa que me pongo está realmente limpia o empeora cada vez que la meto en la lavadora. La lavadora, vaya temazo. Pues sí, incrustada en una esquina del cuarto de baño tengo una máquina de éstas que se ven en las pelis americanas, de tambor vertical, en la que metes la ropa por arriba. Como te descuides, ves al bicho aparecer andando por el salón, como ofreciendo un baile al frigorífico, cada vez que centrifuga. Es la erótica del electrodoméstico. Bien, obviamente la lavadora tira del agua general, y el agua general corre por las tuberías cargadita de metales pesados, como las espinacas. Cuando saco la ropa huele a detergente, hasta ahí ningún problema, pero cuando se seca tiene un tacto bastante extraño...
-Ehm... Sí. Verde, con algunos rastros de óxido marrón.
Tenía que haber aprendido de Patrick Bateman. Él nunca lava en su casa: va a un local de chinos... ¿Y dónde mejor que aquí para imitarle? ¡Vaya emoción si me preguntaran por manchas de sangre en las sábanas!
Si el único problema de la lavadora fuera que no dejara mi ropa brillante y esplendorosa, no tendría mucho motivo de queja. Lo malo es que hace poco he descubierto que se come los calcetines. Como un perro, igual. Se los come. La primera vez que hice la colada y los calcetines me salieron impares miré hacia el suelo por si tenía un pie de más o de menos. La segunda vez, salieron pares, pero ya tenía dos sin compañero. Una semana más tarde, otro calcetín se dio a la fuga. Y ahora, los desaparecidos pueden echarse un futbolín, jugarse un mus, o hacer dos firmes alianzas de Risk. ¿Dónde mete la ropa mi mascota? Indescifrable. En cualquier caso, un par de calcetines cuestan aquí 6 céntimos de euro, diez veces menos que una película o una cena en la calle. Pero lo que empieza a asustarme son los mordiscos con los que vuelven las camisetas y los jerseys. Voy a tener que darle un ultimátum.
-Y con Brand como testigo, le diré otra cosa: cualquier futuro perjuicio que se le infrinja a Bunny, haré que caiga decuplicado sobre su cabeza. Vive Dios, señor, no toleraré que aparezca otro dedo.
A veces China parece Ubik y las cosas hacen lo opuesto a lo que deberían; la lavadora no lava y la campana extractora echa humo. Aveeriguar esto me costó un buen susto. Estaba sentadito en mi habitación cuando me sentí dentro de la niebla, como John Carpenter. Avancé hacia el salón y allí estaba: una nube gris que salía de la cocina. Me acojoné, empecé a abrir ventanas, apagué luces, caldera, gas... Y ya me disponía a coger las de Villadiego cuando oí un ligero zumbido que provenía de la puta campana extractora. Campana que, por cierto, me he negado a desmontar para limpiar, y que tiene un tono amarillo pistacho que bien puede recordar a la segunda equipación del Barça -semifinalista, ejem, de la Champions, ejem-. Bueno, pues el maldito chisme estaba metiendo en mi casa todo el humo que salía de alguna otra cocina. ¡Menudo diseño! Tres hurras por mis compis industriales.
-¿Parece ésta la casa de un hombre casado, joder? El asiento del retrete está subido.

martes, 24 de marzo de 2009

Unas veces te comes al oso...

Diez yuanes es algo más de un euro. Con ellos se puede hacer un montón de cosas: darte tres viajes en metro, coger un taxi, comprarte una botella de cerveza o, incluso, comer. No comes de lujo, es cierto, pero comes. ¿Qué es lo que comes? Eso ya es otro tema.
Parece inevitable llegar a China y no escribir sobre su comida. Tanto es así, que alguno de los periodistas que ha pasado por aquí ha aprovechado el tema para sacar un libro y contar cómo es el país a través de sus banquetes. Yo no voy a llegar tan lejos, porque paso por periodos de amor y de odio con lo que esta gente pone en los platos -las veces que hay platos-, pero tengo muy claro que lo voy a probar todo. Estoy esperando al primer valiente que venga para irme a comer escorpiones a Pekín. Te los venden fritos y pinchados en un palo, como si fuera una brocheta, para que los puedas ver bien. Tiene que ser un puntazo acercarte a la boca un bicho oscuro con pinzas, patas, aguijón y pinta de mala leche. Las langostas tienen su aquél, pero se las ve tan inofensivas metidas en la pecera que no hay comparación. A ver si el emperador Francisco José y Sisí, que vienen de visita en menos de un mes, se apuntan a mi plan de humillación pública.
La cultura culinaria de los chinos es la hostia. Aquí se comen todo lo que tenga alas y no sea un avión, todo lo que vaya por el agua y no sea un barco, y todo lo que tenga patas y no sea una mesa. Sobre aviones y barcos no sé, pero puedo asegurar que yo tengo una mesa con un mordisco.
- Un tipo más sabio que yo dijo una vez: unas veces te comes al oso y otras veces el oso te come a tí.
Al menos todavía no he tenido que luchar contra lo que me iba a comer, pero ir a un restaurante chino tiene algo de pelea. Los camareros son muy serviciales siempre, aunque para que vengan hay que llamarles a gritos. Literalmente. Como suele haber muchos, no hay problema para que te atiendan, pero llamar su atención requiere gritar más que los demás comensales, por lo que a veces el tema se convierte en pura competición. ¡Fuwuyuan!, se dice. Lo cachondo es que fuwuyuan significa servidor, o siervo, así que si uno lo piensa mientras alza la voz y gesticula, la escena mola más todavía.
- Disculpe señor, ¿les importaría bajar la voz? Este es un restaurante familiar.
- ¿Ah sí, querida? Para su información, la Corte Suprema ha rechazado de plano la detención previa.
- Por Dios, Walter, aquí no estamos con la primera enmienda.
- Si no se tranquilizan, tendré que pedirles que salgan del local.
- ¡Señora, algunos compañeros murieron con la cara en el barro para que usted y yo podamos disfrutar de este restaurante familiar!
Por supuesto hay verdaderos cracks -hablo de extranjeros- capaces de pedir cualquier plato con mil detalles, y algunos que incluso leen el menú, preguntan y discuten sobre si las cosas tienen que venir poco hechas, o con mucha sal. Si tuviera que ceñirme a mi limitado vocabulario culinario podría comer cerveza, helado, arroz, pollo con cacahuetes, pato laqueado y tofu "de la abuela". Por eso, como ellos también saben que los extranjeros somos unos paquetes aunque entremos con paso más o menos firme y gritemos ¡servidor! más que nadie, muchos menús tienen fotitos al lado de cada jeroglífico. Al final sólo hace falta saber decir "¡Servidor!, el menú. Quiero una cerveza, ésto, ésto, ésto y ésto (señalando). Rápido. No muy picante. La cuenta. Adios." Es terrible, porque puedes instalarte en la comodidad y por eso mucha gente que vive aquí decide no aprender chino. Yo me esfuerzo, aunque mis conversaciones son, como ya expliqué con los taxistas, absolutamente parcas.
- ¿Tiene una buena zarzaparrilla?
- Zarzaparrilla Sioux City, señor.
- Esa está bien.
De todas formas, lo más normal es que la única conversación que tenga para comer sea "Hola, ¿cuánto? Adios". En Shanghai existe una página web destinada a los "expatriados" en la que tienes medio centenar de restaurantes a los que puedes pedir comida a golpe de click. Comodísimo, muy sencillo, aunque bastante más caro. Creo que si sigo manteniendo el nivel de salir por la noche voy a tener que dejar de hacer el vago para comer. Puede ser una espiral mortal, como las pelis de Steven Seagal, porque con la web al menos me aseguro que la comida sea saludable. Si dejo de comer saludable y encima machaco mi hígado puedo ser candidato a un Darwin... y aunque compartiría pabellón con el tipo aquel que ató a un silla un huevo de globos para volar y se armó con una escopeta para controlar la altura, perdería la oportunidad de celebrar los títulos del Barça. Y eso es algo que este año tengo que hacer.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Tío, no lo hagas en la alfombra

En China hay mucha gente que trabaja a diario, los judíos tienen su día religioso de descanso, en España hay algunos ilustres que no trabajan nunca y yo aquí curro de lunes a viernes, como buen cristiano. Los sábados y los domingos, por tanto, no hay alarma ni despertador que me levante. Sin embargo, ninguno de mis días libres he conseguido disfrutar de mis almohadas japonesas más allá de las 10, porque hay tres sucesos que rompen mi sueño y que en mi urbanización ocurren invariablemente.
Ya se inunde el país o llueva fuego, mi vecindad registra día tras día los tres mismos sonidos por la mañana. Del primero creo que ya he hablado: es una música con toques místicos y épicos -en un sentido opuesto a lo que haría Blind Guardian- al son de la que se mueve la legión de jubilados de mi barrio, mientras hace tai chi. Esto es agradable, porque entre semana me sirve para moverme hacia la ventana y desperezarme viéndoles buscar el Tao, y los findes me relaja y me transporta directamente hasta el siguiente sueño.
- ¿Qué es eso, yoga?
- Aumenta las posibilidades de embarazo.
El segundo ruido que se cuela hasta mi cama es más peliagudo. El jardín está lleno de gatos y un vecino del portal contiguo tiene un loro. Los gatos maúllan -menuda obviedad-, y el cabrón del loro lo intenta. Me temo que el pajarraco tiene los mismos problemas que yo con el chino y como se ha pasado tanto tiempo con la jaula al fresco, se ha cansado de repetir frasecitas y se dedica a copiar a los gatos con insistencia. Maldita la gracia que me hace despertarme con los alaridos del pollo: "¡mgrrrrrrrriaaaaaau!". Agradeceré que en lugar de latitas de aceite o sobres de jamón, las visitas traigan escopeta y cartuchos de postas. Quien aparezca por aquí, comprobará que no miento.
Ahora, lo que es jodido de verdad es despertarse con el tercer sonido. El malo final; la disciplina en la que Guybrush se convirtió en un maestro; el archienemigo del profesor de dibujo... El escupitajo.
- ¡Es una bomba de napalm humana!
No estoy de coña cuando digo que me despiertan los lapos. Esta gente se los prepara a conciencia. Puedes oírles en su casa, por la calle, en el metro o donde sea, intentando iniciar la combustión de un motor imposible: el de su propia garganta. Aumentan las revoluciones, lo paladean, hacen gargajos y, al fin, ¡al aire! Les da igual que pases a su lado, a lo mejor es una forma de marcar el territorio, pero aquello que haga que estos tipos se pasen todo el día escupiendo, mejor que esté fuera de sus organismos que dentro de ellos.
- No tío, no hagas eso... Tío, no lo hagas en la alfombra.
La verdad es que estas cosas hacen que les pierdas un poco el respeto. Ellos me pueden mirar como a un asesino si, al coger una tarjeta, no la sostengo con las dos manos y la miro un par de minutos infinitamente interesado, como si fuera un marciano plano, blanco y acartonado. Se puede hablar de diferencias culturales. Se puede alegar que los conceptos de higiene o limpieza no son los mismos para ellos que para nosotros -tampoco lo son para mí y para mi madre-. Se pueden decir muchísimas cosas, pero qué queréis que os diga: a mí me impacta ver que el señor de la mesa de al lado use una punta de los palillos para coger arroz y la otra para sacarse la cera de los oídos. ¿Bárbaro occidental?
- Al menos yo sé mear en mi sitio.
Ésa es otra. Éste es un país en el que no hay sanidad pública, no hay seguridad social y donde los gobiernos ofrecen pocas cosas gratuitas. Pero algo hay: los baños públicos. Tanto es así que muchos restaurantes y establecimientos no tienen servicio propio y si te entra la llamada de la selva, tienes que irte fuera.
- ¿Acaso no caga el Papa?
"En un agujero en la tierra vivía un hobbit[...]" y en un agujero en la tierra se desahogan los chinos. Vale, no es tan terrible como lo cuento. Es cierto, exagero, no es un agujero en la tierra. Es un agujero en el suelo de porcelanosa de una caseta que da a la tierra.
Hace menos de una semana fui a cenar a un local de comida xinjiangnesa. Xinjiang es una región noroccidental de China y tiene frontera con Mongolia, Rusia, Tajikistán, Kazajstán, Kirguistán, Afganistán, Pakistán e India. Ahí es na. Su comida es muy apreciada por aquí, porque al estar tan al oeste era paso obligado para las caravanas de la ruta de la seda y sus habitantes pillaban influencias de todas partes. Su atractivo y su problema es que han tenido acceso a todas las especias del mundo, las usan para cocinar, y la pitanza acaba siendo un cóctel explosivo. Como aquí no hay pan, para luchar contra el picante yo estaba venga a beber jarritas de zumo rojo que me traían las camareras. Jarrita tras jarrita, mi vejiga se llenó. ¡Mierda! -pensé yo, con un doble sentido-. Llegó la hora de ir al baño... ¿Habrá suerte? Esta vez me dieron buenas cartas y algún monje budista se había reencarnado en urinario moderno justo en ese restaurante, con lo que pude descargar a gusto.
Salió la J en el xinjiangnés. El river también juega.

martes, 3 de marzo de 2009

Ponte los pañales Lebowski, Jackie Treehorn quiere verte

Ejercer el periodismo aquí no es una tarea fácil. Y no hablo del idioma, ni del secretismo con el que todo el mundo lleva las cosas. No, me refiero a las trabas que pone el Gobierno para hacer cualquier tarea, al trato especial que te dan, a los innumerables trámites por los que tienes que pasar, a conseguir el visto bueno de un montón de gente y a no hablar de ello en ningún momento. Lo noto, "no estoy jugando con aficionados".
Soy un pardillo, porque todas las noticas de las que me pueda enterar han pasado, por lo menos, por dos personas más antes que yo. E igual que me ocurre a mí, en estas latitudes le ocurre a todo el mundo que no hable chino. Sin embargo, hablar el idioma tampoco te facilita mucho las cosas. Por lo general, tan sólo te hace subir un escalón para darte antes con la cabeza en el techo.
Me explico, cuando aquí escribo sobre algo es, o bien porque ya ha salido publicado, o bien porque alguien hace una convocatoria. Si ha salido publicado, y lo he leído, quiere decir que es una traducción al inglés de una noticia en chino. Total: el chino que la escribe más el tipo que la traduce, dos. Yo, cuando la leo, tres. De tercera mano. Si es una convocatoria, ya ni os cuento...
Resulta que la información aquí está muy machacadita, para que hasta los pajaritos más pequeños puedan comérsela sin que les haga daño. De todas formas, es lo de menos, porque si yo llegara a enterarme de algo... el Gobierno se enteraría primero.
-Jackie Treehorn sabe qué Lebowski eres, Lebowski. Jackie Treehorn quiere ver a Lebowski el tirado.
He pasado por varias entrevistas hasta conseguir el carnet de prensa y la tarjeta de residencia. Lo más interesante de todas ellas, es que ninguna era "una entrevista". Estos tíos son unos cachondos y tienen un sistema tan engrasado que gira y gira sin que chirríe ni un gozne. La jugada es la siguiente: te llevan a unas oficinas para que rellenes unos papeles, te piden fotitos y tal, te preguntan qué tal estás pasando los primeros días, cómo te van las cosas, si conoces China y, de repente, te encuentras tumbado en una camilla como en un psicoanalista. Mientras tachas el "surname", porque obviamente te has equivocado, para ponerlo donde el "family name", ya les has contado hasta cuánto pesaba tu equipaje. Malditos caracteres - piensas mientras intentas copiar la dirección de tu casa-. Y cuando ven que tus dos cejas se empiezan a crispar poniendo palotes, ellos siguen dándole a la lengua. ¿Quieres un té? ¿Lo tomas con azúcar? ¿Qué piensas del Tíbet?
Ajá, el tema es que yo soy prochino por tocar los cojones, y no me importa nada decir que el Dalai Lama, el Papa y zu Majeztaz estarían mejor echando una partidita de mus con Ariel Sharon. Dios les tenga en su gloria -con estas últimas veinte palabras me acabo de jugar que me censuren el negocio... Veremos-. El problema no viene cuando te cambian las preguntas de pasado a presente ("qué hiciste-qué piensas"), si no cuando te empiezan a preguntar por el futuro ("qué piensas-qué harás"), porque ahí ni todo el poder divino del Dalai, del Papa, o de zu Majeztaz -mucho menos el de Sharon- podría predecirlo. "Qué interesante el trabajo de periodista. ¿Qué noticias vas a contar?" Pues qué quiere que le diga, señorita, contaré lo que ocurra y lo que me dejen. Pero eso ellos ya lo saben. Su trabajo es que yo me entere de las cosas que ellos ya conocen y, además, se han encargado de decírmelo mil veces.
- Se lo contó usted a Brand y Brand me lo contó a mí. ¿Qué pinto yo en todo esto?
- Bueno, esos dos tipos le estaban buscando a usted, así que...
- Se lo voy a repetir: usted se lo contó a Brand por teléfono, y él me lo contó. Sé lo que pasó. ¿Y? ¿Y...?
Bueno, pues por si no me ha quedado claro, me sacan libritos anotados. Oficiales. Así, como si fueran una Constitución, o un código de leyes, si en este lugar las cosas no fueran un tanto arbitrarias. "¿Ve usted lo que pone aquí? El Gobierno de la República Popular de China tiene el derecho a conocer..." Y una lista de historias que ni yo mismo sé sobre mí. ¿Pero cómo quieren que les diga la dirección de mi trabajo, si yo mismo me equivoco de piso y tengo que mantener el tipo ante los vecinos y escabullirme por las escaleras cuando nadie mira, para no volver a meterme en el ascensor como un idiota?
El caso es que, como dijo alguien más sabio que yo, son adorables. Tienen brebajes para luchar contra demonios, en los culebrones de la tele solucionan las discusiones a base de Hadokens, y todas las chicas que se encargan de los periodistas extranjeros son amabilísimas. A pesar de que su trabajo consista en construir una Gran Muralla de obstáculos, al final debe atacarles la vena nostálgica, o la admiración, o incluso la envidia y te acaban viendo más como aliado que como enemigo. Porque el mundo es así, y hasta Jack Burton tiene limitaciones: "quiero que alguien, y no me importa quién, me explique lo que está pasando".
- Me llamo Dafino, soy un fisgón privado, como tú tío.
- ¿Qué?
- ¡Un huelegraguetas! Y te diré una cosa: me encanta tu trabajo. Enfrentar a un bando con otro, meterse en la cama con todos... Es fabuloso, de verdad.
Sí, lo es. Dafino tiene razón. A pesar de todo, es un trabajo fabuloso. Y, de momento, me da de comer.

viernes, 20 de febrero de 2009

Oye Walter, si no puedes coger el coche, ¿cómo te mueves los Sabbash?


Pobre Donny. Para él las costumbres de Walter son todo un misterio. No comprende lo que hace, ni porqué lo hace, ni cómo lo hace. "¿Qué le pasa ahora a Walter?" Pero aún así le quiere: juega con él a los bolos, le acompaña a comer hamburguesas y hasta le cuenta cómo un día exploró las playas del sur de California, desde La Jolla hasta Leo Carillo. Y es que, a pesar de la incomprensión, hay que querer a la gente. Y tratar de acercarse a ellos, por muy lejos que estén, muy amarillos que sean o muy raro que hablen.
Sobrevivo -¿cómo que sobrevivo?, ¡disfruto!- día a día entre 20 millones de personas a las que entiendo bien poco de lo que dicen. De vez en cuando me paran por la calle, me preguntan o me dicen cosas, y todo lo que puedo hacer es sonreir, decir "no entiendo", y seguir andando. ¿Alguien ha oído en la radio el anuncio de "aprende inglés con mil palabras"?. Bien, quizá en inglés mil palabras basten... en chino ni de coña. Debo manejar unas 200 palabras y no me dan para mantener el tipo como chino-hablante durante mucho tiempo. Es cierto que en algunas situaciones me he convertido en un "experto", y que mi vocabulario y seguridad al coger un taxi a veces hacen que el taxista se lance a conversar sobre lo mundano y lo divino. Bien, intento dármelas de poco locuaz y misterioso, pero la farsa se mantiene durante poco tiempo.
-Buenos días, ¿dónde vamos?.
-Buenos días maestro, voy camino de la calle Caoxin Este, al centro de exposiciones.
-Muy bien, ¿vamos por la carretera elevada?.
-Perfecto, por donde usted quiera.
-你是哪国人.
-Claro.
-我市滳骇人,你住那?
-Ajá.
-你的中文不好。
-Mmmmm, buenos días maestro, voy camino de la calle Caoxin Este...
Al menos voy mejorando, al principio sólo me entendían el "Buenos días maestro". De todas formas, estoy preparado para cualquier cosa: el otro día descubrí que las tiendas europeas no se llaman aquí igual que en Europa. Busqué la web de IKEA, encontré la dirección, y cuando me subí al taxi, le dí las indicaciones y le dije "IKEA" al tío se le puso cara de dibujo manga. Ojiplático, se quedó. ¡Qué bonita palabra! Tuve que convencerle de que yo, un bárbaro, conocía un sitio en la calle que le había dicho que se llamaba IKEA, donde se compraban cosas para la casa. "Allí conozco IKEA, comprar cosas casas", le dije, más o menos. Había topado con una barrera invisible y ni él ni yo sabíamos qué ocurría.
-El sábado, Donny, es Sabbash, el día de descanso judío, y no trabajo. Ese día no conduzco, no me monto en un coche, no manejo dinero, no enciendo el horno y desde luego, ¡no juego a los bolos! ¡Sommer Sabbash hostias!
Bueno, una importante lección. Para introducirse en el mercado chino, las marcas extranjeras suelen adaptar su fonética a un significado que tenga algo que ver con su producto. En el caso de IKEA, en China se llama yi jia, que viene a ser algo así como "muebles para la casa". Cuando quise ir a Carrefour ya iba preparado: maestro, camino de jia le fu ("casa limpia bonita"). Ahora, en lugar de Coca-Colas, pido ku koa kuai le ("dejar a la boca disfrutar"), y así con infinidad de cosas.
A veces me siento "como un niño pequeño que aparece en mitad de una película y no se entera de nada", pero aún así "luchare y triunfaré de todas formas". Si el idioma se me hace difícil, las costumbres me dejan como si fuera un marciano. Además de las míticas de escupir continuamente por la calle, saber que te van a rechazar varias veces cualquier cosa que ofrezcas o disfrutar viendo cómo los viejecillos de mi urbanización se ponen el pie en la cabeza mientras hacen tai chi por la mañana, la que más me ha "chocado" -jo, jo, menuda coña- es la de no respetar ninguna señal de tráfico. ¡Ninguna! Las bicis son como hormiguitas que se meten por todos sitios -acera, autopista, dirección contraria, pasos de cebra- y los coches pasan completamente de carriles, semáforos y guardias de tráfico. ¿Cómo sobreviven?. Pues, como diría Jack Burton, "es cuestión de reflejos".

miércoles, 11 de febrero de 2009

Es el receptáculo de precio más asequible...


No. No me he muerto. Ni he visto todavía partir a Donny, aunque la condenada comedia humana supongo que se sigue perpetuando. He conseguido una casa.
En la entrada anterior amenazaba con pillarme una enorme, por encima de los cien metros cuadrados, donde por muchas barras de pan que alguien comprara, fuera imposible hacer una alfombra de MIGAS en la cena de navidad. Sin embargo, he decidido tomármelo con calma y al final he alquilado un acogedor tercer piso que apenas llega a los setenta. ¿Por qué? Pues muy sencillo, porque para mí solo es más que suficiente.
China es un país en el que es muy fácil adquirir el síndrome del occidental con pasta y, durante los primeros días, parece que nada es suficiente cuando se empieza a medir en euros. Quizá por eso cuando llegué a Shanghai me dirigí a varias agencias de alquiler, les puse un tope máximo de dinero -que aquí siempre es negociable- y les pedí que me enseñaran pisos modernos de dos habitaciones, en "un barrio agradable pequeño y tranquilo".
En Pekín el primer finde me metí la paliza de ver 11 pisos en dos días para acabar alquilando uno "a lo chino" en el que las tuberías oxidadas y las paredes de cemento salvaje convivían con pantallas de plasma y ascensores de ciencia ficción. Para Shanghai prefería algo sin sorpresas y donde no me teletransportara a Kabul cada vez que pasara por el portal.
Los agentes de alquiler lo entendieron a la perfección y durante los primeros días fui a edificios de todo tipo, toqué con el ceño fruncido el cuero de sofás de dos metros y medio que descansaban delante de teles de 40 pulgadas, miré con incredulidad cómo al lado de una cocina recién reformada ponían el microondas que usaba Mao y agité la mano contrariado cuando las vistas desde las ventanas no concentraban, al menos, diez u once rascacielos. Los agentes se mosqueaban porque rechazaba todo y yo, por mi parte, vivía mi particular fiebre del oro, queriendo ver más y más casas y subiendo cada día el caché de lo que estaba dispuesto a pagar.
Al final me llevaron a una urbanización con un lago interior donde podías pasear en barca. Por encima del lago cruzaban puentes de madera y, junto a éstos, habían construido unas terracitas de bambú donde tomar el sol en verano -y disfrutar de la contaminación-. La casa que me enseñaron era un primer piso que daba al lago, con ventanales en el salón que iban desde el agua hasta el techo... Eso sí, el precio era prohibitivo. En mi carrera hacia el lujo había superado mi propio límite, y los agentes de pisos estaban enseñándome ya las casas destinadas a altos ejecutivos extranjeros o miembros del partido. Yo no sabía qué excusa poner, porque estaba claro que la mansión no tenía ninguna pega, así que al final me acabé escabuyendo objetando que con tanta agua en verano eso tenía que ser un nido de mosquitos. Lamentable. Los agentes de pisos, seguros de haberme llevado a un sitio en el que no podría encontrar pegas, empezaron a sospechar de la bonanza económica de un chaval despeinado que llevaba todos los días camisetas arrugadas y no se había afeitado desde que le habían visto aparecer por la puerta de su oficina.
- Oye Bú, ¿no se suponía que este tío era millonario?
- A mí me parece un puto tirado...
Pues eso, que en mi casa el asiento del wáter estará subido. El lago, las barcas y los puentes me llevaron de vuelta a la realidad y empecé a pedir casas de una habitación, con la buena suerte de encontrar una y firmarla el mismo día en el que había bajado mis miras. Una chica pijilla que vivía con mil comodidades tenía que irse a Pekín porque le habían concertado su boda con un empresario de allí y el casero estaba como loco por encontrar a alguien que pudiera cubrir los meses que la chica iba a dejar de pagar en el contrato. Total, que he encontrado una guarida la mar de maja y por un capital más que razonable.
La rueda de la fortuna gira y mientras que unas veces te la juega en una estación de tren, a la semana siguiente te la devuelve con un buen sitio donde vivir.

jueves, 5 de febrero de 2009

¿Es que acaso soy el único que no se caga en las reglas?


Después de esperar tres meses un visado, cambiar dos veces el billete de avión, chuparme todos los trámites para alquilar un piso en Pekín y deshacer los 33 kilos de equipaje y guardarlos en los armarios, he tenido que hacer las maletas a contrarreloj, comprar un billete de tren de 12 horas y mudarme de Pekín a Shanghai. ¿El problema? La burocracia; china y española. Al llegar a Shanghai, otra vez a buscar piso, a someterme a una entrevista para que una chica majísima haga un informe sobre mí y decida si me dan o no la tarjeta de prensa, registrarme en comisaría, hacerme un examen médico oficial y pasearme por el hospital en batín, pedir el permiso de residencia y alargar el visado hasta el año que me queda aquí. Podría echar mil pestes, pero la verdad es que estoy muy contento. Y ahora es cuando me pregunto:
- ¿Os creéis que estoy de coña? ¿Es que acaso soy el único que no se caga en las reglas?
En fin, seguro que hay mil motivos buenos para quejarse, pero los míos están muy lejos de serlos, y más aún cuando estoy rechazando casas por tener demasiados metros cuadrados como para vivir yo solo.
- ¿Me equivoco? ¡¿Me equivoco?!
Pues no pienso apuntarme ningún cero; más aún, "apúntame un ocho Nota". Creo que llevo las cosas lo suficientemente bien en una semana como para estar contento. Me dedico a negociar "en chino" con los agentes de alquiler de pisos, me he hecho tarjeta de móvil, consigo ir a cualquier sitio sin problema y superé el puerto de primera categoría que supone que se te rompa una maleta en mitad de la estación de tren de Pekín, aguantar con mis cincuenta kilos los treinta de equipaje a pulso y conseguir llegar al tren, cogerlo y hacerme colega de mis compañeros de vagón -excepto de un gordo hijo de la gran puta que parecía que llevaba las calderas de la locomotora en el esófago y no me dejó dormir más de 2 horas seguidas-.
Me dedico a llamar "maestro" a los taxistas, y se lo toman tan bien que de momento ninguno me ha intentado timar. He comido desde lo más pijo hasta lo más tirado pero, "¡eh, yo al menos sé mear en mi sitio!"
Como lección de una semana uno se queda con lo importante. Al final, cuando llegan las dificultades, lo mejor es poner cara de redneck, enfundarte una camisa de cuadros y una gorra de propaganda, mirar desde un camión de San Francisco a la tormenta de problemas a los ojos y decirle "hazme lo que quieras nena, no me enfadaré".